Miro la foto de mi escritorio una y otra vez. Es Elisabeth. La profunda mirada de sus ojos color de café encierra todo un mundo. Y en ese mundo estoy yo, que en aquel mágico día de julio la capturé con el objetivo de la cámara, y ella me robó el corazón para siempre. Patricia en los ojos de Elisabeth, como en la hermosa película de Medem. Ningún otro momento significó en mi viaje a Kenia la seducción por el país tanto como este, el conocer a esta niña que no alcanza la edad de tres añitos y que me ha hecho pensar de verdad en el nublado futuro que le aguarda en un país marcado por la pobreza, la incultura y la corrupción.
Una carretera poco fiable desemboca en un camino de cabras y nos separa del poblado de Kiongwani. El trayecto desde Nairobi nos ha llevado unas dos horas en el destartalado Jeep de Raphael. Lo que más me llama la atención de África durante mis primeras horas allí, no es el modesto aeropuerto, ni el ritmo caribeño de los trabajadores, ni tan siquiera el brillante ébano de la piel de su gente, sino el color rojo de la tierra, entre anaranjado y bermellón, por la que avanzamos con constantes traqueteos. Después de todo, allá estamos; África, Kenia, Kiongwani… Las responsables de la asociación con la que colaboro, Cecilia, Gincy y Mary, nos reciben con los brazos abiertos y el desayuno preparado. Ese gesto tranquiliza nuestros cuerpos cansados y nuestros ánimos, ávidos de ver qué se esconde en ese poblado que ha conquistado a tantos que por allí pasaron y que hicieron la promesa de volver quién sabe cuándo.
Tras un breve recorrido por las estancias donde nos albergaríamos esos días salimos a la “5ª Avenida”. Es la calle principal del poblado; una suerte de ancho camino irregular, sin asfaltar, por supuesto, del que nace algún que otro árbol milenario. A los lados de esta pista de tierra y piedras se encuentran los edificios más importantes. Se trata de construcciones de cemento de pequeña altura que dan cobijo a un solo espacio diáfano en el que puedes encontrar una tienda donde venden pan de molde, tarjetas telefónicas o un pollo, y que además hace las veces de bar.
En el centro del poblado viven unas dos mil personas, o eso es al menos lo que nos cuentan los nativos. María Salus Infirmorum ha contribuido mucho con este poblado, tanto es así, que gracias a esta asociación, entre otras cosas, hoy los niños van a la escuela, y cualquier vecino puede ir al dispensario para ser atendido por médicos o enfermeros.
-¡Jambo, jambo! (hola, en swahili)- Son las primeras palabras con las que nos ametrallan unos chiquillos que vienen a darnos la bienvenida. Inesperadamente, una manita pequeña y sudada se cuelga de la mía, es Elisabeth, con sus ropas raídas y sucias y su sonrisa tímida.
En ese primer instante siento miedo, me pregunto qué diablos hago, qué sentido tiene, y todas mis dudas afloran. Quizás estoy cansada del viaje, o tal vez es el pánico a lo desconocido. Sin embargo, resulta ser el principio de esta historia. Esa niña se agarra muy fuerte a mí mientras se sorbe los mocos. Elisabeth no es consciente, tampoco yo lo soy, pero acaba de encender la mecha que todavía hoy no se ha apagado, el embrujo de Kenia.
Despertar en Kiongwani. Ni el cacao sabe a cacao ni el café a café, pero no importa demasiado, se acrecienta la impresión de estar en un lugar remoto. El paseo por el poblado me conduce a una realidad no apta para un turista accidental. Todas las mujeres y los niños nos ofrecen la sonrisa. Pero hay casos que me estremecen, como el de una niña con raquitismo. Nos la encontramos en un estado lamentable, dentro de una choza miserable y sin ningún tipo de higiene. La niña está mojada y con heces en el vestido. Llora. Al ver un caramelo que le ofrezco abre los ojos de par en par y se emociona con un grito de alegría. Se me cae el alma. Esa es la cara más horrible de este país. Visitamos a algunos apadrinados a los que llevamos regalos. Son la felicidad hecha risa. De regreso a casa, la belleza del atardecer nos sobrecoge. Tengo ganas de parar el tiempo.
Todos los días grabamos con la cámara y fotografiamos la vida del poblado. Una tarde, visitamos los depósitos y la charca. Es un drama comprobar cómo con el paso de los días la charca se va secando; la gente extrae a duras penas esa agua infecta que comparten con el ganado, y de la que beberán hasta que se extinga por completo pocas semanas más tarde. El otoño sin agua promete ser largo. Nos acompaña nuestro séquito de niños incondicionales, entre ellos, Wansa, la Cansa, el “duendecillo”, Emma, y por supuesto, Elisabeth. El paseo transcurre por esa tierra roja que es singular de África. Junto a Elisabeth, soy testigo de otro inolvidable atardecer: El gran balón de fuego escondiéndose en la línea del horizonte como creo que jamás he visto antes.
Los días se suceden con rapidez y cada vez encuentro más motivos para alargar la estancia. Disfruto de la compañía de niños que vienen a jugar, a ver películas, a bailar con nosotros. Elisabeth es una más en la fiesta con globos de colores en la que dibujan cada una de las letras de su pueblo: KIONGWANI.
Ahora que ha pasado un tiempo, vuelvo los ojos a África, a los ojos de los niños y mujeres que vi en Kiongwani, a los ojos de Elisabeth, que me miraron sabiendo que era una despedida, y me emociono porque deseo con mi toda mi alma volver a verlos, volver a Elisabeth, volver a Kenia.
Patricia Rivas, Dpto. Lengua Castellana y Literatura