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Revista ADN

Realizada por alumnado del IES Navarro Villoslada

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Sección "Literatura" de la revista ADN

INFANCIA

16 de diciembre de 2020, por editorial3

<A mi hermana Raquel>

Y quisiera volver a mi infancia,
paraíso perdido de los huertos de mi abuelo,  
a gozar de las plácidas tardes del sol de otoño
y revolcarme en la escalera siempre blanca de mi casa
a lanzarme en las siempre 
calladas y ausentes
calles de mi pueblo
y transformarme en aquel niño que fui y
ahora naufraga.
VOLVER
 al niño de tristeza cierta y corazón abierto
 a casa de mi abuela temerosa de silencio
 al perdido silencio de mi infancia
VOLVER 
Al niño fundido en inocentes juegos
(no quiero volver a oír de historias perdidas)
VOLVER al niño
que ingenuo hería la piel áspera de los melocotones
(no quiero volver a oír que la vida es así)
VOLVER al niño
que se embebía de cuentos maravillosos
(que la vida iba en serio, ya lo sabía)
VOLVER
junto al perro de  mi infancia
que no hablaba de cosas serias
Sentir de nuevo la cama caliente cuando el frío acecha
QUIERO aferrarme a la infancia como sea.
Imagen obtenida de fuentes que permiten su reutilización

Patxi Sierra. Ex profesor del IES Navarro Villoslada y uno de los fundadores de ADN.

LOS OJOS DE ÁFRICA

7 de octubre de 2020, por editorial3

Imagen cedida por la autora

Miro la foto de mi escritorio una y otra vez. Es Elisabeth. La profunda mirada de sus ojos color de café encierra todo un mundo. Y en ese mundo estoy yo, que en aquel mágico día de julio la capturé con el objetivo de la cámara, y ella me robó el corazón para siempre. Patricia en los ojos de Elisabeth, como en la hermosa película de Medem. Ningún otro momento significó en mi viaje a Kenia la seducción por el país tanto como este, el conocer a esta niña que no alcanza la edad de tres añitos y que me ha hecho pensar de verdad en el nublado futuro que le aguarda en un país marcado por la pobreza, la incultura y la corrupción.

Una carretera poco fiable desemboca en un camino de cabras y nos separa del poblado de Kiongwani. El trayecto desde Nairobi nos ha llevado unas dos horas en el destartalado Jeep de Raphael. Lo que más me llama la atención de África durante mis primeras horas allí, no es el modesto aeropuerto, ni el ritmo caribeño de los trabajadores, ni tan siquiera el brillante ébano de la piel de su gente, sino el color rojo de la tierra, entre anaranjado y bermellón, por la que avanzamos con constantes traqueteos. Después de todo, allá estamos; África, Kenia, Kiongwani… Las responsables de la asociación con la que colaboro, Cecilia, Gincy y Mary, nos reciben con los brazos abiertos y el desayuno preparado. Ese gesto tranquiliza nuestros cuerpos cansados y nuestros ánimos, ávidos de ver qué se esconde en ese poblado que ha conquistado a tantos que por allí pasaron y que hicieron la promesa de volver quién sabe cuándo. 

Tras un breve recorrido por las estancias donde nos albergaríamos esos días salimos a la “5ª Avenida”. Es la calle principal del poblado; una suerte de ancho camino irregular, sin asfaltar, por supuesto, del que nace algún que otro árbol milenario. A los lados de esta pista de tierra y piedras se encuentran los edificios más importantes. Se trata de construcciones de cemento de pequeña altura que dan cobijo a un solo espacio diáfano en el que puedes encontrar una tienda donde venden pan de molde, tarjetas telefónicas o un pollo, y que además hace las veces de bar. 

En el centro del poblado viven unas dos mil personas, o eso es al menos lo que nos cuentan los nativos. María Salus Infirmorum ha contribuido mucho con este poblado, tanto es así, que gracias a esta asociación, entre otras cosas, hoy los niños van a la escuela, y cualquier vecino puede ir al dispensario para ser atendido por médicos o enfermeros. 

-¡Jambo, jambo! (hola, en swahili)- Son las primeras palabras con las que nos ametrallan unos chiquillos que vienen a darnos la bienvenida. Inesperadamente, una manita pequeña y sudada se cuelga de la mía, es Elisabeth, con sus ropas raídas y sucias y su sonrisa tímida.

En ese primer instante siento miedo, me pregunto qué diablos hago, qué sentido tiene, y todas mis dudas afloran. Quizás estoy cansada del viaje, o tal vez es el pánico a lo desconocido. Sin embargo, resulta ser el principio de esta historia. Esa niña se agarra muy fuerte a mí mientras se sorbe los mocos. Elisabeth no es consciente, tampoco yo lo soy, pero acaba de encender la mecha que todavía hoy no se ha apagado, el embrujo de Kenia. 

Despertar en Kiongwani. Ni el cacao sabe a cacao ni el café a café, pero no importa demasiado, se acrecienta la impresión de estar en un lugar remoto. El paseo por el poblado me conduce a una realidad no apta para un turista accidental. Todas las mujeres y los niños nos ofrecen la sonrisa. Pero hay casos que me estremecen, como el de una niña con raquitismo. Nos la encontramos en un estado lamentable, dentro de una choza miserable y sin ningún tipo de higiene. La niña está mojada y con heces en el vestido. Llora. Al ver un caramelo que le ofrezco abre los ojos de par en par y se emociona con un grito de alegría. Se me cae el alma. Esa es la cara más horrible de este país. Visitamos a algunos apadrinados a los que llevamos regalos. Son la felicidad hecha risa. De regreso a casa, la belleza del atardecer nos sobrecoge. Tengo ganas de parar el tiempo.

Todos los días grabamos con la cámara y fotografiamos la vida del poblado. Una tarde, visitamos los depósitos y la charca. Es un drama comprobar cómo con el paso de los días la charca se va secando; la gente extrae a duras penas esa agua infecta que comparten con el ganado, y de la que beberán hasta que se extinga por completo pocas semanas más tarde. El otoño sin agua promete ser largo. Nos acompaña nuestro séquito de niños incondicionales, entre ellos, Wansa, la Cansa, el “duendecillo”, Emma, y por supuesto, Elisabeth. El paseo transcurre por esa tierra roja que es singular de África. Junto a Elisabeth, soy testigo de otro inolvidable atardecer: El gran balón de fuego escondiéndose en la línea del horizonte como creo que jamás he visto antes. 

Los días se suceden con rapidez y cada vez encuentro más motivos para alargar la estancia. Disfruto de la compañía de niños que vienen a jugar, a ver películas, a bailar con nosotros. Elisabeth es una más en la fiesta con globos de colores en la que dibujan cada una de las letras de su pueblo: KIONGWANI.


Ahora que ha pasado un tiempo, vuelvo los ojos a África, a los ojos de los niños y mujeres que vi en Kiongwani, a los ojos de Elisabeth, que me miraron sabiendo que era una despedida, y me emociono porque deseo con mi toda mi alma volver a verlos, volver a Elisabeth, volver a Kenia.

Imagen cedida por la autora

Patricia Rivas, Dpto. Lengua Castellana y Literatura

La tradición y Jimena Gay de Garayoa

11 de febrero de 2020, por editorial1

Si los jueves a la noche queréis encontrarme, empezad a eso de las diez en la capilla del Monasterio de Ntra. Sra. de las Carmelitas, en la calle Príncipe de Vergara 23. No soy creyente pero me gusta honrar la tradición. Si la búsqueda empieza más tarde, probad en el Parque del Retiro; y si para la medianoche no me habéis encontrado, buscad un rastro de carne putrefacta en las alcantarillas de las viejas aceras de Madrid. De no poder seguirme el ritmo, a las siete de la mañana estaré en el decimonoveno banco de la derecha de la Parroquia de los Doce Apóstoles, en Velázquez 88, rezando, por tradición y exhausta, el rosario. Y por último y en el caso de que no me hallarais en ningún lugar pasadas las doce del viernes: dadme por muerta, o salid a matarme un jueves por la noche en Madrid.

Mi nombre es Jimena Gay de Garayoa y encarno la vigésima cuarta generación de mi familia que se dedica a perseguir y a aniquilar a coloro che sono tornati dalla morte. Por amor, por tradición, por honor, por miedo. Desde que cumplí los veintisiete y hasta hoy con los cuarenta un poco ajados. ¿Cuántos zombis?, dejé de contarlos cuando la catana ya no se me hacía tan pesada y con sólo una torsión lograba impulsarla por encima de mis hombros y  cortar sus cuellos.

Asomarse en la oscuridad a su carne corrompida y su sangre cuajada, despreciarla y seguir la caza por un purgatorio mundano, es mi herencia. 

—Jimena, señálalos — me ordenó sin lograr disimular su temor a que tampoco fuera yo.

—¿A quiénes?

—Lo sabrás. Cuando los veas aparecer sabrás. Tú sólo señala con la mano.

También heredé la catana de un metro y seis centímetros con la que Don Diego Fernández y Melgarejo —cuñado por segundas nupcias de Don Antonio Osorio, primer gobernador de Haití— decapitó en 1623 al primero que puso pie en España: un moreno vuelto púrpura llegado de Puerto Príncipe.

—¡Aquel, papá!

—¿Segura?

—Dijiste que lo sabría, y lo sé.

Después de Don Diego Fernández y Melgarejo, vino Diego Fernández Irisarri, Miguel Fernández Isasi, Álvaro Fernández Albéniz y después de éste, la primera mujer: Doña Fernanda Fernández López de Garayoa, retratada por Goya en 1776 en El baile de San Antonio de la Florida, hoy en el Museo del Prado. Me gusta pensar que me parezco a ella, aunque mi piel es más oscura y mi cara más ancha. 

  • ¡No!, ¡no la intentes levantar!, ¡lánzala!
  • ¿Así?
  • ¡No!, ¡no, Jimena!, claro que no, haz como si fueras a lanzarla, pero no la sueltes. ¿Sabes lo terrible que sería que ellos cogieran esta catana?

Terrible fue la noche en que mi padre me hizo acompañarle. Siendo la menor de siete hermanos varones que hubo que domesticar con mucha mano dura, mi padre era para mí una figura lejana y yo para él una de porcelana. Esa noche fue todo muy rápido: en una de las esquinas de Príncipe de Vergara con la calle Ayala mi padre me agarró fuerte del brazo y tiró de mí contra la pared, cruzó con el dedo mis labios y me miró frente con frente queriéndome decir todo lo que yo aún no podía entender. Recuerdo que me estremecí con el tacto de su piel, siempre tan lejos. Entonces y al paso de una bocanada podrida mi padre apoyó su cabeza en la mía intentando ocultar su rostro mientras zafaba con cuidado la catana de su abrigo y los muertos vivientes se alejaban dándonos la espalda.

  • Jimena, tú espera aquí, no te muevas, pase lo que pase.

Mi padre, Antonio Gay Cebrián, me ocultó en el vado de un portal y bajó la acera, anduvo un metro, se paró, se giró, me buscó con la mirada, y volvió a andar, cada vez más lento, con la catana arañando el asfalto: chasqueaban pequeñísimas piedras y chirriaba el hierro. Eran tres, y se volvieron, lo hicieron como si fueran ciegos y se orientaran sólo por el oído, sus caras no tenían expresión y sus cuerpos eran majestuosos y pesados. 

La catana se abalanzó sobre el más grande de ellos. Pero el filo solo alcanzó a amputarle el brazo por encima del codo y a arrancar un alarido de otro mundo, de otros sonidos, terroríficos. Torpes, los otros dos intentaron coger a mi padre que se había retrasado unos pasos para tomar impulso, y entonces la catana izó de nuevo su brillo. Voló liviana una cabeza al menos tres metros y luego rodó en el suelo hasta donde yo estaba, los ojos seguían abiertos, y me miraban. Un estallido de cristales y un grito se  apagaron rápidamente. Me asomé: un cuerpo sin cabeza se precipitaba sobre la acera desde el capó de un coche, justo encima de la imponente sombra de la catana. No oía a mi padre, ni su respiración, ni un grito ni una sola palabra suyos, sólo los pasos torpes del único monstruo que quedaba y el brillo del filo de la catana. Me acurruqué contra la puerta y escondí la cabeza lejos de la mirada inerte que aún se balanceaba sobre el asfalto.

—Levanta. Vámonos, hija.

Dejé de contarlos, pero sé que han sido más de un millar. Muchos, y siguen siendo muchos, no se agotan, y yo cada día me siento más sola. Resulta irreal: parece que surgieran sólo para que yo los remate; por esto mi único consuelo es el rito, honrar la tradición, cumplir con cada gesto repetido, cavarlo y enterrar en él mi miedo y mi cansancio y hasta mi amor; rendirme a la catana, admitir su prestigio, su fuerza que es anterior a mí y que seguirá aquí cuando yo ya no esté.

  • ¡Vamos!, ¿qué haces?, ¡corre más!

No parecía mi padre, tiraba de mí con rabia. Anduvimos durante horas por el centro de Madrid frenéticamente, atropellando el aire. Nos saltamos semáforos en rojo, nos paramos frente a escaparates estridentes de luces fosforitas, regateamos coches, saltamos arbustos, pisamos flores, tanteamos todas las esquinas, empujamos, nos caímos… fuimos bárbaros y cuando amaneció entramos en la Parroquia de los Doce Apóstoles. Mi padre mojó sus dedos en la pila de agua bendita, me los tendió, nos santiguamos, fuimos al pasillo central y arrodilló una pierna. Se sentó. Me sentó junto a él. Tan cerca de él que sentí la presencia poderosa de la catana y me asusté. Escapé de mi padre y de su arma al banco de la derecha y recé, recé con profundo abandono por el alma de mi padre, por la mía y lloré también por los monstruos a los que horas antes había visto morir.

— ¿Te he asustado? ¡Tienes miedo de tu padre! Esto es lo que eres, y esto es lo que hacemos. ¿Quieres saber por qué? Olvídate de ti, aprende que eres minúscula, hija, acéptalo y honra la tradición. Sin familias como la nuestra el mundo sería menos humano y más monstruoso. 

Tuve que recordar estas palabras la noche en que reconocí en uno tornati dalla morte el rostro de mi padre, aterciopelado, violáceo. La catana solo necesitó de una torsión de mi cuerpo para cortar su cuello.

Julia Fdz. Tellechea

Vacaciones en el inframundo

11 de febrero de 2020, por Administrador

Os presento un relato que surge como respuesta a una pregunta de examen que realicé en el mes de noviembre. En aquel momento, mi profesora, Laina Rivera, me felicitó por la creatividad que había manifestado y me animó a que, con más tiempo y tranquilidad, transcribiera el texto a ordenador y revisara la redacción. Así lo hice y, gracias a sus consejos y su esmero por los detalles, os puedo presentar aquí el resultado.  Espero que os guste. 

Me ha parecido oportuno presentaros también parte del escrito inicial realizado durante el examen, para que comprobéis la evolución. Como os podéis imaginar, me gusta mucho escribir y espero que estas actividades me ayuden a mejorar la técnica.

Enlace al relato: https://drive.google.com/open?id=1QUup5_KaX9MoPsIuTHohRtU2IuaoZ5rK

(El relato y las imágenes que contiene son parte de una actividad de aula, sin fines comerciales ni de distribución con cualquier otro fin que no sea el de la enseñanza y aprendizaje)

Aimée Rodríguez, 1ºBTO E

La noche que cambia sus vidas

28 de enero de 2020, por editorial2

Se despierta, mira el reloj: son las 12:30. “¡Que tarde!” piensa. Ayer salió de fiesta. Era domingo y no tenía planes, así que cogió el móvil y entró en Whatsapp. Entra en el grupo de sus amigos, “Los machotes”, y entonces recuerda la gran noche del día anterior. Mira las fotos que han mandado y se ríe viéndolas. En ellas se les ve a ellos y a una chica. No la conoce ni tampoco su nombre, pero hizo que para él y sus amigos fuese una noche inolvidable.

En ese momento alguien golpeó la puerta.

―¡Policía, policía! ¡Abra la puerta y póngase las manos en la cabeza, de lo contrario tiraremos la puerta abajo!

Sergio hace caso, aunque no entiende qué es lo que pasa. Le meten en un coche y le llevan a comisaría. Allí le dirigen a una sala con un señor.

―¿Qué hizo ayer a la noche? ―pregunta el hombre sentado delante de él.

―Vi una peli con mis amigos.

―¿Podría darme sus nombres?

―¿Para qué los quiere?

―Eso es asunto de la policía.

―Ah…Claro. Se llaman Javier Perez, Luis Gomez, Daniel Goñi y Jorge García―miente.

―¿Dónde vieron la película?

―En casa de Jorge y luego cada uno se fue a su casa.

―¿Sobre qué hora se marcharon?

―A la una y media de la mañana.

―Muy bien, muchas gracias.

―A usted ―se despide.

Sabía que todo lo que había dicho era mentira, pero no iba a inculpar a sus amigos. Salió de la comisaría y se fue a su casa.

A los días recibió una carta de la policía solicitándole que fuese a un juicio . Si Sergio no iba, se podría meter en problemas, así que decidió ir. A la mañana siguiente estaba en la puerta del juzgado a las diez, la hora a la que le habían citado, y entonces fue cuando la vio, y esta vez sí que la reconoció. Era la chica de los vídeos. Le apareció una sonrisa burlona en la cara y decidió ir a hablar con ella, pero antes de que pudiese decirle nada, le pararon dos policías que, no muy educadamente, le condujeron dentro de la sala. Le sentaron en una silla al lado de lo que parecía un abogado y en ese momento apareció un juez en lo alto del estrado.

―Estamos aquí por la denuncia de una violación el pasado domingo a la madrugada. Ahora escucharemos el discurso de la víctima.

Después de oír esto, Sergio se quedó petrificado. Con las prisas, al entrar ni siquiera se dio cuenta de que dos sillas hacia su derecha se encontraban sus amigos Telmo López, Carlos Diaz, Iker González y Pablo la Fuente. Todos estaban allí con la misma expresión de miedo que él en sus rostros. En ese momento la chica de la entrada del juzgado subió al estrado.

―El domingo a las tres y media de la mañana volvía a casa después de haber salido de fiesta con mis amigas. Iba por una calle poco transitada, pero dejó de estarlo en cuanto los cinco chicos aquí presentes aparecieron en la acera de enfrente ―. Se para un momento a respirar y se ve cómo se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas―. En ese momento, me acorralan y me llevan a un portal. Empiezan a manosearme mientras me quitan la ropa y…―se echa a llorar y no puede terminar la frase.

El juez le hace bajarse del estrado, pero no sin antes hacerle una pregunta:

―¿Qué ropa llevaba?

La joven, de lo sorprendida que está, deja de llorar y se queda petrificada. El juez, al no obtener respuesta, hace subir a Carlos al estrado. Sergio rezaba por que no dijese la verdad, pero no tenía muchas esperanzas, ya que de los cinco era el más bocazas.

―Ayer salimos de fiesta y estuvimos bailando y dándolo todo, ya me entendéis, y cuando fuimos al supermercado por más bebida nos encontramos con ese bombón ― se ríe.

―Me llamo Laura ―grita ella.

―Muy bien, Laura ―dice con tono burlón―, pues, eso, y señor juez le diré yo cómo iba vestida: una falda roja, corta, super provocativa con unos tacones negros y un escote como para no mirar. ¿Cómo pretende usted que no nos acerquemos a hablar con ella?

Carlos tenía razón en todo lo que dijo. ¿Acaso esa tía no les iba provocando? Aunque ahora a ella no se la veía muy bien. “Es una calienta braguetas, así que se merece lo que le hicimos”.

―Señor Carlos, ¿acaba de decir que solo fueron a hablar?

―Así es, su señoría, solamente conversamos.

―Se pospone el caso por falta de pruebas. Se citará otra reunión para dar el  veredicto.

Salimos del juzgado, pero no dejan que hablemos entre nosotros, por lo que nos requisan los móviles para buscar pruebas.

A la noche Sergio está viendo la televisión cuando en las noticias cuentan el caso de la violación, y se ven concentraciones de gente haciendo un minuto de silencio por la víctima. Le afecta, y mucho más de lo que cree. Ve mucha gente llorando, pero también gente con odio que les desea la muerte y esa imagen le marca.

El último día del  juicio, se arrepiente. Es consciente de lo que le hizo a  Laura. Le fastidió la vida. No sabía si le había pasado el SIDA o si estaba embarazada. Se avergüenza de su comportamiento. Todo por estar desesperados, por hacerse “los machitos”, por un par de copas, por inconscientes, por irrespetuosos. La voz del juez corta sus pensamientos:

―El veredicto es… que son inocentes.

No se lo cree. Con lo que le hicieron, ¡inocentes! Inocentes! Entonces la mira. Ella llora desconsoladamente con la mano en su vientre, y entonces lo sabe, sabe que está embarazada.

Lo llevará en su conciencia toda su vida y el recuerdo de las consecuencias del animal que es.

Esther Tuñón, 4ºA

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