Si los jueves a la noche queréis encontrarme, empezad a eso de las diez en la capilla del Monasterio de Ntra. Sra. de las Carmelitas, en la calle Príncipe de Vergara 23. No soy creyente pero me gusta honrar la tradición. Si la búsqueda empieza más tarde, probad en el Parque del Retiro; y si para la medianoche no me habéis encontrado, buscad un rastro de carne putrefacta en las alcantarillas de las viejas aceras de Madrid. De no poder seguirme el ritmo, a las siete de la mañana estaré en el decimonoveno banco de la derecha de la Parroquia de los Doce Apóstoles, en Velázquez 88, rezando, por tradición y exhausta, el rosario. Y por último y en el caso de que no me hallarais en ningún lugar pasadas las doce del viernes: dadme por muerta, o salid a matarme un jueves por la noche en Madrid.
Mi nombre es Jimena Gay de Garayoa y encarno la vigésima cuarta generación de mi familia que se dedica a perseguir y a aniquilar a coloro che sono tornati dalla morte. Por amor, por tradición, por honor, por miedo. Desde que cumplí los veintisiete y hasta hoy con los cuarenta un poco ajados. ¿Cuántos zombis?, dejé de contarlos cuando la catana ya no se me hacía tan pesada y con sólo una torsión lograba impulsarla por encima de mis hombros y cortar sus cuellos.
Asomarse en la oscuridad a su carne corrompida y su sangre cuajada, despreciarla y seguir la caza por un purgatorio mundano, es mi herencia.
—Jimena, señálalos — me ordenó sin lograr disimular su temor a que tampoco fuera yo.
—¿A quiénes?
—Lo sabrás. Cuando los veas aparecer sabrás. Tú sólo señala con la mano.
También heredé la catana de un metro y seis centímetros con la que Don Diego Fernández y Melgarejo —cuñado por segundas nupcias de Don Antonio Osorio, primer gobernador de Haití— decapitó en 1623 al primero que puso pie en España: un moreno vuelto púrpura llegado de Puerto Príncipe.
—¡Aquel, papá!
—¿Segura?
—Dijiste que lo sabría, y lo sé.
Después de Don Diego Fernández y Melgarejo, vino Diego Fernández Irisarri, Miguel Fernández Isasi, Álvaro Fernández Albéniz y después de éste, la primera mujer: Doña Fernanda Fernández López de Garayoa, retratada por Goya en 1776 en El baile de San Antonio de la Florida, hoy en el Museo del Prado. Me gusta pensar que me parezco a ella, aunque mi piel es más oscura y mi cara más ancha.
- ¡No!, ¡no la intentes levantar!, ¡lánzala!
- ¿Así?
- ¡No!, ¡no, Jimena!, claro que no, haz como si fueras a lanzarla, pero no la sueltes. ¿Sabes lo terrible que sería que ellos cogieran esta catana?
Terrible fue la noche en que mi padre me hizo acompañarle. Siendo la menor de siete hermanos varones que hubo que domesticar con mucha mano dura, mi padre era para mí una figura lejana y yo para él una de porcelana. Esa noche fue todo muy rápido: en una de las esquinas de Príncipe de Vergara con la calle Ayala mi padre me agarró fuerte del brazo y tiró de mí contra la pared, cruzó con el dedo mis labios y me miró frente con frente queriéndome decir todo lo que yo aún no podía entender. Recuerdo que me estremecí con el tacto de su piel, siempre tan lejos. Entonces y al paso de una bocanada podrida mi padre apoyó su cabeza en la mía intentando ocultar su rostro mientras zafaba con cuidado la catana de su abrigo y los muertos vivientes se alejaban dándonos la espalda.
- Jimena, tú espera aquí, no te muevas, pase lo que pase.
Mi padre, Antonio Gay Cebrián, me ocultó en el vado de un portal y bajó la acera, anduvo un metro, se paró, se giró, me buscó con la mirada, y volvió a andar, cada vez más lento, con la catana arañando el asfalto: chasqueaban pequeñísimas piedras y chirriaba el hierro. Eran tres, y se volvieron, lo hicieron como si fueran ciegos y se orientaran sólo por el oído, sus caras no tenían expresión y sus cuerpos eran majestuosos y pesados.
La catana se abalanzó sobre el más grande de ellos. Pero el filo solo alcanzó a amputarle el brazo por encima del codo y a arrancar un alarido de otro mundo, de otros sonidos, terroríficos. Torpes, los otros dos intentaron coger a mi padre que se había retrasado unos pasos para tomar impulso, y entonces la catana izó de nuevo su brillo. Voló liviana una cabeza al menos tres metros y luego rodó en el suelo hasta donde yo estaba, los ojos seguían abiertos, y me miraban. Un estallido de cristales y un grito se apagaron rápidamente. Me asomé: un cuerpo sin cabeza se precipitaba sobre la acera desde el capó de un coche, justo encima de la imponente sombra de la catana. No oía a mi padre, ni su respiración, ni un grito ni una sola palabra suyos, sólo los pasos torpes del único monstruo que quedaba y el brillo del filo de la catana. Me acurruqué contra la puerta y escondí la cabeza lejos de la mirada inerte que aún se balanceaba sobre el asfalto.
—Levanta. Vámonos, hija.
Dejé de contarlos, pero sé que han sido más de un millar. Muchos, y siguen siendo muchos, no se agotan, y yo cada día me siento más sola. Resulta irreal: parece que surgieran sólo para que yo los remate; por esto mi único consuelo es el rito, honrar la tradición, cumplir con cada gesto repetido, cavarlo y enterrar en él mi miedo y mi cansancio y hasta mi amor; rendirme a la catana, admitir su prestigio, su fuerza que es anterior a mí y que seguirá aquí cuando yo ya no esté.
- ¡Vamos!, ¿qué haces?, ¡corre más!
No parecía mi padre, tiraba de mí con rabia. Anduvimos durante horas por el centro de Madrid frenéticamente, atropellando el aire. Nos saltamos semáforos en rojo, nos paramos frente a escaparates estridentes de luces fosforitas, regateamos coches, saltamos arbustos, pisamos flores, tanteamos todas las esquinas, empujamos, nos caímos… fuimos bárbaros y cuando amaneció entramos en la Parroquia de los Doce Apóstoles. Mi padre mojó sus dedos en la pila de agua bendita, me los tendió, nos santiguamos, fuimos al pasillo central y arrodilló una pierna. Se sentó. Me sentó junto a él. Tan cerca de él que sentí la presencia poderosa de la catana y me asusté. Escapé de mi padre y de su arma al banco de la derecha y recé, recé con profundo abandono por el alma de mi padre, por la mía y lloré también por los monstruos a los que horas antes había visto morir.
— ¿Te he asustado? ¡Tienes miedo de tu padre! Esto es lo que eres, y esto es lo que hacemos. ¿Quieres saber por qué? Olvídate de ti, aprende que eres minúscula, hija, acéptalo y honra la tradición. Sin familias como la nuestra el mundo sería menos humano y más monstruoso.
Tuve que recordar estas palabras la noche en que reconocí en uno tornati dalla morte el rostro de mi padre, aterciopelado, violáceo. La catana solo necesitó de una torsión de mi cuerpo para cortar su cuello.
Julia Fdz. Tellechea